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La fruta del tiempo

Este es el blog de La Fruta del Tiempo, novela de Óscar Sotillos publicada por el Baile del Sol.

Aquí encontrarás lo que no cabía en sus páginas: fotos, enlaces o tus propios comentarios.
La sección de Temas corresponde a los diferentes capítulos, pero tú puedes abrir el libro por donde más gustes.
Buen provecho

- Rompiendo el hielo
- Icebergs
- Solsticio
- La ciudad de los plátanos
- El olor de las mandarinas
- Las estrellas fugaces

Para conseguir el libro puedes pedirlo en tu librería de confianza o escribiendo a esta dirección: bailesol@idecnet.com 

Fotografías: Iria Galán, Irene Gonzalo, Ricardo Soriano, Óscar Sotillos
Diseño web: Pilar Pascual
Contacto: oscarsotillos@email.com

Rompiendo el hielo - I

Rompiendo el hielo - I

El cubo mágico se había convertido en una poderosa máquina del tiempo. El trayecto desde su casa a la universidad de Varsovia le resultaba un rápido tránsito de dedos y colores, pero cuando veía llegar a Eva se cuidaba de guardar el cubo y disimulaba hojeando los apuntes.

Rompiendo el hielo - II

Rompiendo el hielo - II

Durante semanas la sin nombre había sido protagonista de sus miradas en clase. Había filmado secuencia a secuencia un sinfín de escenas con ella, y se sentía tan próximo a sus ojos que la primera sonrisa que le había visto dedicar a otro le había dolido tanto como una infidelidad.

Rompiendo el hielo - III

Rompiendo el hielo - III

Hubo entonces uno de esos silencios que se detienen en los ojos, e igual de torpes que en su primer encuentro en clase, ambos pretendieron retroceder. Como resultado las llaves cayeron de nuevo y los dos se agacharon para recogerlas, pero antes de que sus manos dieran con ellas fueron sus labios los que se encontraron. Las habrían olvidado en la acera si no fuera porque las necesitaban para abrir la puerta y desaparecer escaleras arriba.

Icebergs - I

Icebergs - I

Había visto un mapa del mundo impreso en algún país del cono sur. Todo estaba invertido: su costa del mar Báltico caía hacia abajo, y en el lugar donde debería figurar la Antártida descansaba ahora el Polo Norte. Tierra del Fuego, el Cabo de Buena Esperanza y otros nombres evocadores señalaban hacia un sur que marcaba el techo del mundo. Esa mirada diferente de las cosas le dejó hipnotizado, como si los horizontes desconocidos del otro lado del planeta albergaran todavía la posibilidad de hacer las cosas distintas al uso de occidente, un lugar donde, tal vez, se pudiera empezar de nuevo.

Icebergs - II

Icebergs - II

Una y otra vez le pasaba el cigarrillo y Andrzej tenía que recordarle que había sustituido el tabaco por su cubo de colores. Entonces Eva volvía a dar una calada, pero cuando exhalaba el humo era incapaz de descubrir el perfil de sus propios sueños, como un ciego en lo que a su propio destino se refiere.

Icebergs - III

Icebergs - III

Un témpano de hielo apareció entonces flotando en la corriente del Vistula. Se estremeció de frío con sólo pensar en su lenta agonía al deshacerse en un agua al límite de los cero grados centígrados, y volvió a rememorar Barcelona, donde el tiempo se le había ofrecido infinito como el mar de sus playas.

Icebergs - IV

Icebergs - IV

Siempre que llegaba en avión a Barcelona recordaba la gran maqueta de Ibertren que su padre había montado para que jugaran ella y sus hermanos. Se volvía niña cada vez que regresaba a casa. Andrzej lo recordaba perfectamente: Eva sonreía en el momento en que el tren de aterrizaje rozó el suelo.

Solsticio - I

Solsticio - I

A su paso el tren iba abriendo el horizonte como si se tratase de una cremallera. Detrás, se amontonaba el paisaje como ropa que espera el regreso para volver a vestir los ojos.

Solsticio - II

Solsticio - II

Los restos de metralla de los bombardeos horadaban las paredes de la iglesia, sus esquinas albergaban cascos de cerveza y orines mientras que el mismo escenario servía a los niños de la vecina escuela como patio de recreo. Castigada por algún tipo de lepra, la ciudad con la que se habían topado en sus pesquisas inmobiliarias se ofrecía a medias, oculta por andamios y telas opacas. En las calles estrechas del Gótico o del Raval las mallas de metal le enredaban los pasos y la mirada.

Solsticio - III

Solsticio - III

- Un poema de Ángel González habla de los lugares propicios para el amor cuando llega el frío. Señala los contrafuertes de las iglesias que protegen del viento, y para mí este lugar posee esas cualidades. Oculto, resguardado de la Barcelona de diseño. A veces juego a imaginar que en los solares abandonados habitan dinosaurios que roban la comida a los gatos, monstruos pacíficos como el del lago Ness que saben ocultarse a los ojos de la gente.

La ciudad de los plátanos - I

La ciudad de los plátanos - I

Eva le había hablado alguna vez de los plátanos que porticaban los bulevares de su ciudad. No se había parado a pensar en lo que esas palabras podían sugerir en la mente de un polaco: Barcelona, ciudad tropical con árboles en las calles de los que se desprendían frutos amarillos y dulces.

La ciudad de los plátanos - II

La ciudad de los plátanos - II

La semana se anunció con lluvias. El cielo se tapó y no se le volvieron a ver los colores hasta que ya fue demasiado tarde, ya los charcos estaban envenenados de hojas muertas. Mientras los árboles se pelaban, los percheros aumentaban su copa con chaquetas y bufandas de la temporada pasada, sauces de llorosas ramas. Quiso entender entonces por qué a los árboles de Barcelona les llamaban plátanos. Pelados de frío, despojados de sus hojas como piel de unos poemas caducados, dejaban caer sus versos amenazando con hacer resbalar al transeúnte distraído.

El olor de las mandarinas - I

El olor de las mandarinas - I

Los aeropuertos desmerecen las despedidas. Los que emprenden vuelo aguardaban alejados de sus seres queridos ya antes de partir, perdidos entre las tiendas libres de impuestos y las puertas con nombre de habitación de hotel. Intentó distraerse paseando por los pasillos. Se le ofrecían ceniceros limpios y suelos encerados, vidrieras cuyo horizonte era atravesado por aviones tomando tierra. Le parecía estar en el interior de una enorme pecera. Dentro de un rato se colaría por una tubería cuyo desagüe le conduciría a Madrid, y temió ahogarse como un pez al que le han cosido las branquias.

El olor de las mandarinas - II

El olor de las mandarinas - II

Intentó concentrarse en el cuerpo de su amante, pero no pudo. En la oscuridad del cuarto el joven había perdido su personalidad colgada en el guardarropía del bar. Eran de Andrzej el cuello, los brazos que la abrazaban, las piernas que temblaban bajo las suyas. Por eso le pidió que no hablara, a sabiendas de que una voz ajena desmoronaría la temeridad de su aventura. Dispuso la mano de él cerca de su cara y olió en los dedos del amante el rastro de su propio sexo. Nada más. No había esa mezcla dulce de las mandarinas que parecía emanar de los dedos de Andrzej como si fueran gajos.

El olor de las mandarinas - III

El olor de las mandarinas - III

Apartó las mantas, mujer cebra rayada por la luz cortada de las persianas, amante religiosa que engulle su propio silencio en las sombras del cuarto y recoge las prendas mientras su víctima duerme o finge dormir. Le perdona la vida igual que a ella se perdona la huída, y gana la calle peldaño a peldaño en descenso por las escaleras de la madrugada. Hacia el frío y un taxi. Hacia el hotel y una cama donde dormirá sola, no sin antes entregarse al rito de la limpieza, ablución posterior a la ceremonia del sexo.

Las estrellas fugaces - I

Las estrellas fugaces - I

Andrzej se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta esperando encontrar un paquete de tabaco. Hacía más de dos años que había sustituido los cigarrillos por el cubo de Rubik y más tarde por la cámara fotográfica, pero mirar por el objetivo no le mitigaba la ansiedad de sus pulmones. Entró en un estanco, compró un paquete de tabaco y se sentó en un banco. Se sentía raro. Si fumaba un cigarrillo al llegar a casa Eva lo notaría y le preguntaría la razón por la que había vuelto a fumar. Tal vez, pensaba, por haber descubierto que él ocupaba el espacio con la misma resistencia que ocupaba el tiempo, es decir, ninguna, atravesado por las circunstancias sin ánimo de cambiarlas, tan sólo dejándose desgastar como las rocas de la Costa Brava o las del espigón de la Barceloneta.

Por su parte Eva no había aterrizado del todo. Continuaba en su propio limbo del aeropuerto, pecera donde los altavoces entonaban cantos de sirena.

Las estrellas fugaces - II

Las estrellas fugaces - II

La circunstancial nevada había perdido el esplendor blanco de la novedad y los terrones que resistían en las aceras se habían convertido en madejas de hielo sucio.

Las estrellas fugaces - III

Las estrellas fugaces - III

Hacia finales de enero, cuando acabaron de recoger todas las bombillas que habían iluminado las compras de Navidad, otra plaga se cernió sobre los árboles de Barcelona. De un día para otro brigadas municipales iniciaron la poda. Cintas oficiales y conos de tráfico envolvieron los coches aparcados, avisando de la inminente carnicería de ramas que caería sobre sus carrocerías. Coleccionista de imágenes, fotografiaba los muñones de los árboles que dejaban a su paso los operarios municipales. Algunos ejemplares enfermos eran arrancados y el vacío que dejaban en las aceras era el de obuses que al explotar amputaban miembros de la ciudad.

Los días límpidos del invierno le ofrecían magníficas visiones para su objetivo. Al cabo, las imágenes superpuestas de una y otra ciudad se empezaban a diferenciar. Cracovia pertenecía al pasado y Barcelona al presente. Aquel día Andrzej tiró el paquete de tabaco al suelo sin llegar a abrirlo y decidió que esa misma noche hablaría con Eva del futuro.