El olor de las mandarinas - II
Intentó concentrarse en el cuerpo de su amante, pero no pudo. En la oscuridad del cuarto el joven había perdido su personalidad colgada en el guardarropía del bar. Eran de Andrzej el cuello, los brazos que la abrazaban, las piernas que temblaban bajo las suyas. Por eso le pidió que no hablara, a sabiendas de que una voz ajena desmoronaría la temeridad de su aventura. Dispuso la mano de él cerca de su cara y olió en los dedos del amante el rastro de su propio sexo. Nada más. No había esa mezcla dulce de las mandarinas que parecía emanar de los dedos de Andrzej como si fueran gajos.
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