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La fruta del tiempo

El olor de las mandarinas

El olor de las mandarinas - I

El olor de las mandarinas - I Los aeropuertos desmerecen las despedidas. Los que emprenden vuelo aguardaban alejados de sus seres queridos ya antes de partir, perdidos entre las tiendas libres de impuestos y las puertas con nombre de habitación de hotel. Intentó distraerse paseando por los pasillos. Se le ofrecían ceniceros limpios y suelos encerados, vidrieras cuyo horizonte era atravesado por aviones tomando tierra. Le parecía estar en el interior de una enorme pecera. Dentro de un rato se colaría por una tubería cuyo desagüe le conduciría a Madrid, y temió ahogarse como un pez al que le han cosido las branquias.

El olor de las mandarinas - II

El olor de las mandarinas - II

Intentó concentrarse en el cuerpo de su amante, pero no pudo. En la oscuridad del cuarto el joven había perdido su personalidad colgada en el guardarropía del bar. Eran de Andrzej el cuello, los brazos que la abrazaban, las piernas que temblaban bajo las suyas. Por eso le pidió que no hablara, a sabiendas de que una voz ajena desmoronaría la temeridad de su aventura. Dispuso la mano de él cerca de su cara y olió en los dedos del amante el rastro de su propio sexo. Nada más. No había esa mezcla dulce de las mandarinas que parecía emanar de los dedos de Andrzej como si fueran gajos.

El olor de las mandarinas - III

El olor de las mandarinas - III Apartó las mantas, mujer cebra rayada por la luz cortada de las persianas, amante religiosa que engulle su propio silencio en las sombras del cuarto y recoge las prendas mientras su víctima duerme o finge dormir. Le perdona la vida igual que a ella se perdona la huída, y gana la calle peldaño a peldaño en descenso por las escaleras de la madrugada. Hacia el frío y un taxi. Hacia el hotel y una cama donde dormirá sola, no sin antes entregarse al rito de la limpieza, ablución posterior a la ceremonia del sexo.